Me hace bien teclear un poco. Y ahora me vuelvo por acá, porque es 8 de diciembre, día de la virgen (Nota: hoy también canta Madonna en Argentina), día para el cual tenía planeado desde hace unos días una publicación relacionada con el título.
No me gustan las fiestas. En realidad, nada que sea por esta época, excepto las variedad de frutas, de flores, las lluvias (¡ay, que gay!, jaja), y creo que nada más. No puedo disfrutar del verano porque soy alérgico al calor (sí, dije bien; por ende al Sol también); no voy a la playa por eso -excusa 1- y porque como de chico fui obeso (ahora soy divino) tengo complejo con mi cuerpo -excusa 2- (y no quiero que mi mamá se entere que me depilo, porque de otra manera no me desnudo a campo abierto -si la cosa se pone brava, esta es otra excusa). Además estar en vacaciones implica, desde hace unos años, que tengo que trabajar en temporada: si no lo hago (como el pasado año, y el anterior al anterior también) no me puedo comprar lo que quiero, papá me pone caras raras , y me aburro (por dios que sí).
Cuestión que todo esto de los calores en esta parte del mundo me irrita. Me irrita también tener que estar “flaco” o “modelado” de una manera especial, por estar más suelto de ropa. Eso quiere decir también comer más sano. Sano. Eso es lo que no se puede cuando al inicio del verano/vacaciones estivales están las fiestas.
La tradición argentina en su afán de no sé qué, copió lo que pudo, por ejemplo, las calóricas comidas del hemisferio norte. Supongo que algo autóctono para estas celebraciones serán las terribles reuniones de la familia extensa, con música -que nunca es la que me gusta-, más comida -ya estoy harto del vitel toné-, cohetes, y noche de olvido toda la madrugada (este 25 me encuentran en Pin Up).
Desde que trabajé dos larguísimas semanas, por un sueldo más que magro, en un bazar, en plena época pre-fiestas, odio estas celebraciones. Siempre digo que haber vendido artículos navideños en aquel diciembre me volvió pagano para toda la vida. En esos días de locura (13 horas corridas, con intérvalo de 15' para comer y estar sentado) no paré de vender luces para arbolitos, bolas y boas para arbolitos, pesebres para arbolitos, arbolitos desde 20 cm hasta 2 mts. Hasta ridículos disfraces y caretas de Sr. Noel vendía (versión hemisferio sur, claro está). A dios gracias que no estuve en casa en el día entero para acordarme del dichoso pino y sus bolas tristes.
Pero ese verano tortuoso terminó. E inevitablemente llegó el siguiente, con la misma historia: el bendito árbol, las luces y toda la parafernalia de una sociedad en crisis. Y no me gusta. Me es absolutamente indiferente, sin sentido. Entiendo que no debemos romper la ilusión de los infantes. Pero en mi casa el más joven tiene más pelitos que el más viejo. Entonces, ¿para qué sacamos esa cosa polvorienta todos los 8 de diciembre? ¿Para quién?
Recuerdo que el la última Navidad, cuando estaba más cerca de las creencias sobre la Madre Tierra y el Universo que mantengo actualmente, me acordé de Jesús (que debemos colocarlo en el pesebre a las 12); mi familia brindo, y alguien recordó, una hora después, al Salvador. Tradición y creencias como estas, yo, ASÍ NO.